Tres piezas góticas (AA. VV.)
Me parece que empezar el mes de
octubre con una tríada de obras góticas es más que recomendable. El género
gótico empezó a causar estragos desde la segunda mitad del siglo XVIII. Gracias
a este género, o subgénero, tan cercano al romanticismo, es que actualmente
gozamos de las obras de Stephen King, Clive Barker, Ramsey Campbell, Laird
Barron o Bernardo Esquinca. Sin el género gótico tal vez la literatura de
horror sobrenatural jamás habría existido. O tal vez sí, pero sería algo muy
distinta de la que conocemos.
Existen una variedad de libros en
español (y otros muchísimos en inglés, por supuesto) con los que partir hacia
una inicial inspección del género gótico. Desde Un paseo con fantasmas, editado por Páginas de Espuma, hasta Damas oscuras, compilación de narradoras
victorianas que hace acto de presencia en Impedimenta. La mejor manera, quizá,
de entrar en el difícil género de lo gótico, sería con la primera, y a veces
insufrible, obra de este género: El
castillo de Otranto, de Horace Walpole. La editoria española Valdemar
cuenta con esta obra en su colección Club Diógenes, pero a mí me parece más que
suculenta la edición en gótica que incluye, además de la obra de Walpole, el
relato “El espectro del castillo”, del conocido escritor de El Monje, Matthew G. Lewis, y la muy
rara Zastrozzi, del poeta y narrador
P. B. Shelley, más conocido por ser marido de Mary Shelley que el creador del
poema “Ozymandias”.
De la primera obra del género de
terror (esto es discutible, pero regularmente se reconoce a El Castillo de Otranto como la primera
obra gótica) se ha hablado hasta la saciedad, así que sólo diré que, si aún no
se ha leído, por favor acérquense a esta novela teniendo en cuenta que es la
primera manifestación del género, y que en aquel entonces las diatribas entre
neoclasicismo y romanticismo apenas estaban comenzando. También diré que el ser
el primero no necesariamente significa ser el mejor. Hablando claro, la trama
no puede ser más infame, más ridícula, más sosa. Walpole creó una novela
inmortal escribiendo una mala historia. Su prosa tiende hacia el romanticismo
más afectado. No puedo evitar pensar en los ejemplos más melosos de esta
corriente, en el teatro español del romanticismo más dulzón, o en la poesía
amorosa más esperpéntica de los siglos XVIII y XIX. ¿Por qué? Para empezar nos
situamos en un castillo, el de Otranto, antigua propiedad de un noble italiano
ya fenecido. Quienes lo habitan son Manfred, el actual príncipe de Otranto;
Conrad, su hijo y heredero; Matilda, la hermana de Conrad; Isabella, la
prometida del heredero; Hippolita, la esposa del príncipe, y otros personajes
menores que irán apareciendo en la trama. La presentación de los personajes
ocurre en las primeras páginas, y también la primera “vuelta de tuerca” (no te
molestes, Henry James): un yelmo gigantesco cae sobre Conrad, quien se
encontraba paseando tranquilamente frente al patio de armas. El yelmo aquel
pertenece a una gigantesca armadura que se guarda en el castillo, supuestamente
perteneciente a un gigante. Es entonces cuando el lector descubre que existe
una maldición sobre la familia de Manfredo, quien, por una razón desvelada
después, ha heredado el castillo de Otranto. Manfredo no podrá mantener el
castillo sin linaje masculino, por lo que cae en una desesperación terrible:
todos sus esfuerzos han sido en vano, la posesión del castillo no le podrá ser
heredada a su progenie.
La trama de la novela es muy
conocida. Hay en ella traición, muerte, aparición de personajes de ascendencia
noble, “vueltas de tuerca”, etc. Y si bien la maldición no es natural, como
tampoco las piezas de la armadura que terminan por matar a Conrad, ni las
apariciones fantasmales que espantan a los habitantes del castillo, la novela
se centra en la oscuridad del corazón humano, en su errática actuación y su
poca nobleza al momento de dirigir sus asuntos, más aun si hay dinero o
propiedades de por medio. Todo lo demás es circunstancial. Y, como en el
romanticismo, los elementos atmosféricos sirven más para expresar las tormentas
internas, las sensaciones arrebatadas, o para retratar las pasiones humanas más
pérfidas o nobles.
No hay que engañar a nadie, El castillo de Otranto no es Drácula. No se parece en nada a las
grandes obras que han perdurado en el inconsciente colectivo o en la muy
aguerrida historia de la literatura. Es posible que sea importante porque fue
la primera novela de este tipo en aparecer; si en su lugar hubiera estado The Recess, de Sophia Lee, o Los misterios de Udolfo, esta novela sería
apenas una curiosidad, situación en la que sí se encuentra Zastrozzi, una novela poco conocida de P. B. Shelley, el poeta
romántico que terminó por conquistar a la madre de Frankenstein.
Zastrozzi es la siguiente novela de esta curiosa trilogía. Como ya
había comentado, es una obra menor, y como tal tiene ciertas fallas, como por
ejemplo: ¿por qué esta novela se llama Zastrozzi
si el personaje que le da título aparece muy pocas veces? ¿Por qué Shelley
quiso darle demasiada importancia a un antagonista que nunca actúa como un
pérfido malvado, que no amerita el mote de villano? No hay demasiada felonía
(qué bonita palabra, muy… de la época, ¿no es cierto?) en su personalidad como
para justificar un ambiente gótico, terrible, dramático, sublime.
En cambio, lo que Shelley muestra
(al menos en esta obra, habría que leer St.
Irvyne, su segunda novela gótica, de tintes alquimistas y rosacrucianos) son
los celos, el terrible hechizo de los celos y el amor no correspondido. El
Conde Verezzi se encuentra perdidamente enamorado de Julia, un personaje que es
apenas un esbozo, más una tenue sombra que una presencia. Matilda, amiga del
muy terrible Zastrozzi, una especie de bandido schilleriano, quien posee una
posición acomodada, no aguanta que el objeto de su arrebatado amor no pueda
sino querer a la simplona Julia. Como tiene que ser en una obra del
romanticismo, la malvada posee una personalidad rica, mucho más interesante que
el temperamento plano de Julia, quien es toda bondad, toda pureza y calla y no
se atreve a expresar más de lo que quieren de ella. Matilda es el verdadero
personaje de la novela. Los celos de Matilda y su actuar tan irresponsable
logran tejer un manto de tragedia disimulada.
No es necesario explicar
demasiado de esta novela, casi todo se adivina en ella. Si acaso, el límite de Zastrozzi, entre la novela romántica (de
romanticismo, no hablo de novela rosa) y la gótica se vuelve apenas un hilillo
muy difícil de distinguir. Podría incluso quitarse de esta colección y no
pasaría nada.
El contrapunto debería ser El espectro del castillo, una obra de
teatro y no una narración. Lamentablemente, a pesar de estar firmada por
Matthew G. Lewis, el genial escritor de El
Monje, la obra de teatro no logra despertar una verdadera emoción en el
lector contemporáneo. Se puede observar que la trama influirá en otras obras
donde un villano secuestra a la prometida de otro, esperando lograr su
cometido: casarse con ella a la fuerza. Miles de historias semejantes, o casi
iguales, han partido desde estas pocas líneas. Y Matthew G. Lewis es de los
primeros en tejerlas. Además, tiene el
privilegio de haber sido de los primeros introductores del terror en el teatro,
antes del maravilloso Grand Guignol, lo que le da a esta pequeña pieza teatral
una importancia histórica mucho mayor.
Las tres piezas góticas, las tres
obras que aparecen en el número 10 de la colección Gótica, de la editorial
Valdemar, varían en calidad y hasta en temática. Una de ellas, incluso, podría
no encajar demasiado bien en el adjetivo “sobrenatural”, pero el tomo en sí, viéndose
como un todo y no como la suma de sus partes, es importantísimo si se quiere
conocer la génesis de la literatura de terror, adentrarse en ella directamente,
sin alusiones teóricas. Como bien añadido, la colección gótica de la editorial
Valdemar es una verdadera gozada, y tener la primera novela del género de
terror (o gótico, si se prefiere) en uno de estos tomos vale mucho la pena.
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